miércoles, octubre 29, 2025

Colombia, Washington y la descertificación: ¿una jugada imperialista?

La descertificación de Washington desnuda el carácter imperial de la “guerra contra las drogas” y revela que la salida pasa por la resistencia campesina y el desarrollo de las fuerzas productivas en Colombia.

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El reciente anuncio de Estados Unidos de “descertificar” a Colombia en su lucha antidrogas es otra vuelta de tuerca del viejo intervencionismo con máscara de legalidad. Bajo el pretexto de incumplimiento, Washington excluye al país latinoamericano, junto a Bolivia, Venezuela, Afganistán y Birmania, de la lista de Estados que “cooperen adecuadamente” contra el narcotráfico, señalando que Colombia ha alcanzado “récords históricos” de cultivos de coca durante la presidencia de Gustavo Petro.

La respuesta del Gobierno.

El presidente Gustavo Petro respondió con dureza a esta medida. En medio de un Consejo de Ministros, declaró: “No más limosnas ni regalos”: Colombia dejará de comprar armas a Estados Unidos, dijo, marcando un viraje significativo en la dependencia militar. Estas declaraciones no necesariamente implican que se deje de funcionar lo ya montado: bases con acceso parcial, acuerdos de cooperación, presencia no permanente pero sí recurrente, entrenamiento conjunto, etc. En la práctica, la “autonomía” depende de los compromisos ya firmados, los acuerdos previos y las relaciones diplomáticas que persisten aún si hay tensiones. Por eso no basta con declaraciones: si el gobierno realmente quiere romper con la dependencia, debe cerrar de una vez el acceso a las bases, suspender la injerencia militar extranjera y asumir, junto al pueblo, la construcción de una soberanía que no se negocia.

Además, Petro subrayó que Colombia sí ha fortalecido estrategias antidrogas, que ha incautado cientos de toneladas de cocaína, destruido infraestructuras del narcotráfico, y enfrentado incluso con muertos — policías, soldados y civiles — la violencia que trae este negocio. Según él, para reducir los cultivos, lo que hace falta no es glifosato lanzado desde avionetas, sino reducir la demanda de cocaína, sobre todo en EE.UU. y Europa. 

No obstante, aunque acierta al identificar la responsabilidad de los grandes consumidores, su gobierno también arrastra contradicciones: por un lado, promete sustituciones voluntarias, pagos y asistencia técnica; por otro, mantiene operaciones militarizadas, erradicaciones forzosas o semi-forzosas en ciertas regiones, y un aparato institucional que muchas veces responde tardíamente. La presión imperialista exige gestos visibles, cifras de hectáreas fumigadas o destruidas; el Estado colombiano, a su vez, se ve atrapado en esta lógica de militarización global de la “guerra contra las drogas”.

El imperialismo como estructura que exige resultados para legitimar control

Además, no basta con ver este episodio como un conflicto diplomático entre Bogotá y Washington. Es parte de un patrón histórico: EEUU dicta estándares internacionales de seguridad, criminalización, guerra, y presión política, que ejercen poder directo o indirecto sobre gobiernos periféricos. La descertificación es un arma diplomática y económica: implica riesgo de recorte de cooperación militar, social, financiera; amenaza de sanciones, de estigmatización internacional. Obliga al Estado colombiano a cumplir con una agenda externa, muchas veces sin tener resueltas las condiciones estructurales: pobreza, poco desarrollo productivo, ausencia de infraestructura, falta de soberanía territorial, desigualdad profunda.

Es por ello que, EEUU ha definido durante décadas qué es luchar contra las drogas, y ha impuesto modelos que favorecen la intervención militar, las fumigaciones químicas, el control fronterizo, el financiamiento de fuerzas de seguridad, con costos sociales, ambientales y humanos muy elevados. Muchas veces esas políticas han servido tanto —o más— para contener rebeliones, vigilancias estatales fuertes en zonas campesinas o indígenas, como para desalentar los eslabones finales del narcotráfico. Además, la demanda de cocaína en Norteamérica y Europa, la farmacéutica, los laboratorios químicos, los mercados de dinero, etc., siguen funcionando sin que se les pida cuentas.

Ese esquema no solo fracasó en reducir los cultivos: también abrió las puertas a nuevas formas de violencia. En Colombia, esa “guerra contra las drogas” ha sido el pretexto perfecto para expandir el paramilitarismo: ejércitos privados que operan con tolerancia estatal, protección a intereses de las élites y coordinación con la estrategia de Washington. No es una lucha contra la coca, es una guerra contra el pueblo, que deja tras de sí asesinatos, desplazamientos y territorios despojados.

¿Qué alternativa? La experiencia de Arauca y los campesinos que erradicaron voluntariamente

Hay ejemplos muy valiosos desde las clases populares, que muestran que otra política antidrogas es posible cuando parten de la voluntad, la participación campesina y la soberanía social.

Por ejemplo, el departamento de Arauca se firmó un acuerdo marco colectivo para la sustitución voluntaria y concertada de cultivos de uso ilícito. Entre el 2007 y el 2015, más de 370 campesinos araucanos se comprometieron a cambiar la coca por cultivos lícitos — cacao, piña, maíz, plátano, sacha inchi — sin coerción, sin fumigaciones forzadas. Se acordó también el compromiso de no resiembra, de acompañamiento estatal, de proyectos productivos y de acceso a los beneficios del Estado, lo que permitió que Arauca se convierta, formalmente, en el primer departamento libre de coca según ese pacto voluntario. En la zona rural de Arauquita, los campesinos acompañaron simbólicamente la erradicación de unas 500 hectáreas que ellos mismos habían decidido eliminar manualmente.

Ese ejemplo enseña tres lecciones fundamentales:

  1. Resistencia colectiva frente al despojo: los campesinos no esperan concesiones; se organizan para defender su territorio frente a la imposición imperialista y el abandono estatal. La erradicación voluntaria no es obediencia, es una forma de lucha que rompe con la lógica de la guerra contra los pobres.

  2. Sembrar para la vida, no para el capital: lo que está en disputa no es solo qué se cultiva, sino quién decide qué se siembra y para quién. Los pueblos campesinos exigen tierra, recursos y mercados propios para no seguir arrodillados ante el capital financiero ni ante la agroindustria.

  3. Territorio liberado: cuando la comunidad arranca la coca por decisión propia, no lo hace para complacer a Washington ni a Bogotá. Lo hace como un acto de soberanía y dignidad: demostrar que la tierra puede ser productiva sin cadenas militares ni fumigaciones, y que el poder popular es capaz de construir otra política.


Conclusión: hacia una política antidrogas soberana y justa

La descertificación de Colombia por parte de EE.UU. debería ser un llamado urgente a repensar de fondo la estrategia antidrogas, no solo por justicia política, sino por eficiencia social. Rechazar la imposición imperialista no significa negar la existencia de los cultivos ilícitos, la violencia, ni la necesidad de acciones estatales; pero implica reclamar que esas acciones provengan de la voluntad del pueblo.

El presidente Petro ha dado gestos importantes al denunciar el intervencionismo, al anunciar que Colombia ya no dependerá del armamento estadunidense, y al insistir en que la demanda internacional tiene que controlarse. Pero para sostener una política realmente transformadora hará falta una agenda concreta para transformar la base material del país que contenga:

  • El desarrollo de las fuerzas productivas: sin industria, sin reforma agraria integral, sin ciencia y tecnología propias, Colombia seguirá atrapada en la exportación de materias primas y en el chantaje del narcotráfico. Elevar las fuerzas productivas del campo y de la ciudad es la condición para arrancar de raíz la dependencia.

  • Resistencia campesina como ejemplo: los araucanos que erradicaron la coca voluntariamente no lo hicieron obedeciendo a nadie; lo hicieron demostrando que el pueblo organizado puede decidir qué sembrar y cómo vivir.

  • Soberanía frente al imperialismo: la descertificación es un arma política. Resistirla exige que el país rompa con la lógica de “cooperación” subordinada a Estados Unidos y trace una estrategia propia, pensada desde las mayorías trabajadoras.

  • Una política desde abajo: no más fumigaciones ni planes militarizados. Lo que se requiere es inversión productiva, caminos, créditos, acceso a mercados y, sobre todo, poder popular para decidir el rumbo de los territorios.

Mientras tanto, la descertificación no debe verse solo como reproche internacional, sino como oportunidad para fortalecer la soberanía nacional, democrática, agraria. Esa es la tarea de la izquierda: transformar este episodio en un momento de ruptura con las cadenas imperialistas, y consolidar una política antidrogas con justicia social.


Les invitamos a ver «Lo que la coca nos dejo» para que conozcan el proceso de erradicación voluntaria de Arauca:

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