domingo, abril 20, 2025

Crisis de la democracia, progresismo y salida popular: situación en general

La persistencia de la crisis en las sociedades capitalistas es cada vez más inocultable debido a la fuerza y amplitud con la que se reproducen sus réplicas desde mediados de los años setenta. Así, tras los grandes hundimientos de 2002, 2008 y 2020, todos los centros de pensamiento capitalistas reconocen la actual situación de recesión, en la que la política de incrementar la tasa de interés para controlar la desbocada inflación solamente empeora un escenario que, por supuesto, se cocinó en los EE. UU. y del cual la principal víctima son todas las clases trabajadoras y populares del mundo.

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Edgar Fernández
Edgar Fernández
Investigador en Centro de Pensamiento y teoría crítica - Praxis
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Sin embargo, el “rostro” que aquí se considera es el de la crisis de la democracia, manifiesto por ejemplo, en el discurso de la llamada polarización de las sociedades, que también viene marcando las actuaciones y programas políticos en nuestro país. Este lo abordamos en dos artículos cortos, el primero orientado a la situación general, mientras en el segundo se abordan los cambios recientes en Colombia.

Partamos del lado del discurso y su función ideológica, considerando la publicitada frase que acuñó la ultraderecha mundial para señalar que los enemigos de la democracia son: la post-verdad, el populismo y la polarización. Con ella anudan y reducen, hasta el grado de caricatura, a tres de las tendencias que han sido críticas del funcionamiento de la sociedad capitalista. Estas posturas a su interior son variadas, muy ricas, prolíficas y desde las cuales se han intentado diseñar vías diferentes a las impuestas por los liberales radicales, defensores entre otras cosas del fracasado neoliberalismo. En la versión de caricatura, esas posturas se podrían resumir así:

La postverdad vendría de las corrientes postmodernas al asumir que las realidades sociales son producto de construcciones discursivas, de modo que conceptos y prácticas como el género, la clase social, o la democracia son un constructo social, por tanto, generados en distintos campos de lucha social, de forma que la “verdad” solamente es algo en discusión permanente. De otro lado, los populismos son reducidos a un tipo de política desmedida hasta la irracionalidad, porque programáticamente prometen demasiado, y a fin de repetir sus victorias en las elecciones deben gastar mucho, práctica que los lleva a elevar los impuestos hasta un nivel en dónde se espanta al capital y se mata a la gallina de los huevos de oro, siendo el resultado la desinversión y los déficits públicos, que arruinan la economía y elevan la pobreza. Por último, la polarización de la sociedad provendría de los radicales marxistas que sostienen la división de la sociedad y la lucha entre clases sociales, discursos extremistas que contaminan los debates electorales, elevan las pasiones y polarizan la sociedad.

En síntesis, para los defensores radicales del capitalismo la sociedad estaría polarizada debido a los discursos políticos y no porque existan causas internas al funcionamiento social. Lo curioso es que, aunque a través del control de los medios censuren los discursos políticos que no les convienen, el “mal de la polarización”, al que se debe aunar la inestabilidad política, no ha cesado de esparcirse y crecer en todo el mundo. De modo que al final del día el sol no se tapa con dos manos.

Ejemplo de lo anterior es Inglaterra, país que hasta hace unos pocos años se utilizaba como referencia sobre lo que era una democracia madura y estable, pero que ha llegado al punto de tener gobiernos que duran apenas semanas, como el de Liz Truss. Desde que finalizó el mandato de diez años del laborista Tony Blair en 2007, la inestabilidad política ha hecho que el cargo de primer ministro no dure más de tres años en promedio, saliendo incluso algunos de ellos en medio de escándalos, como aconteció recientemente con Boris Johnson. Esa misma inestabilidad cubre al Estado de Israel, que en los últimos cuatro años ha tenido cinco elecciones a presidente y ahora han llegado al punto de reelegir a Benjamín Netanyaju, político fascistoide condenado por corrupción.

Algo parecido ha estado sucediendo en Italia que desde 2018 arrastra un crisis que impidió conformar mayorías sólidas y dio paso a un largo periodo marcado por acuerdos parciales y gobiernos de corta duración, fraccionalismo e inestabilidad que le abrieron paso, en las pasadas elecciones de septiembre, a la fascista Giorgia Meloni, firmemente respaldada por Silvio Berlusconi empresario y político mafioso condenado por corrupción. Una escena relativamente similar sucedió en agosto de este año en Corea del Sur, dónde el presidente indultó y liberó al corrupto dueño de Samsung, bajo la supuesta necesidad de su acción para sacar al país de la crisis económica. En Grecia y España también se vivieron esos escenarios apenas hace unos años.

De igual forma, esa situación se ha afincado en los EE. UU., dónde Donald Trump provocó un asalto armado al Capitolio a inicios de 2021, al no aceptar los resultados electorales, suceso seguido de un proceso político que ha intentado llevarse a escala judicial sin resultados potenciales, menos ahora con su reforzamiento político en las elecciones a Cámara y Senado en noviembre de este año. Este resultado lo perfila nuevamente como candidato fuerte en las elecciones a presidencia en 2024. En síntesis, se ha llegado a un punto en que fascistas, truhanes y corruptos son los líderes que visten las “democracias”.

Lo que señala lo anterior es que más que una simple polarización discursiva, vuelve a hacerse patente una severa crisis de la democracia representativa que caracteriza a las sociedades actuales y que se viene arrastrando desde inicios de los años sesenta, cuando empezó a verse que se trataba de un traje excesivamente estrecho para el funcionamiento de la sociedad y que había pasado a convertirse en un freno del progreso social.

Tal situación se expresó en un largo debate filosófico-político que no ha arribado aún a consensos. Aquí, por facilidad, se puede citar a Norberto Bobbio con su texto “Crisis de la democracia”, en el que recomienda reforzar sus mecanismos para garantizar el equilibrio. Mientras, el trabajo de Habermas destaca en los nuevos movimientos sociales su racionalidad comunicativa, la que los capacitaría para lograr consensos sociales al conseguir que sus críticas modifiquen la opinión publica y llegue a las instancias representativas para ser traducidas en fuerza de ley, camino de reforma mediante el cual se perfeccionaría sistemáticamente el proyecto clásico de la democracia (Facticidad y Validez, 1998).

Un poco más allá fueron las posturas de raigambre fenomenológico, para las cuales el Ser (o la cosa) está siempre en devenir y se torna elusivo al conocimiento, de manera que siempre se puede agregar algún comentario a lo dicho respecto de lo existente, perspectiva que cobró materialidad social en la consigna “queremos más democracia”, que caracterizó a los movimientos de los indignados en Europa. Con esta demanda se pretende descentrar, o deslimitar, aquello que se entiende por democracia, de manera que se la establezca como algo siempre abierto y no se la encasille, fórmula a la que algunas de sus vertientes no dudarían en agregar que por ello siempre es un campo en permanente disputa.
Sin embargo, lo gaseoso de tales miradas las ha tornado inoperantes para cambiar el estado real de cosas. En consecuencia, los movimientos o partidos políticos que las han sostenido, indefectiblemente se han estrellado de frente con el poder del capital y sus diversas formas institucionales, quedando luego inermes, de allí que sus intenciones sigan en ciernes. Esta es la conclusión que amargamente extraen C. Fernández y L. Alegre en el “Orden de El Capital”, quienes siguiendo a Kant reflexionan sobre las posibilidades del derecho en la actual sociedad, para redescubrir que “el problema no radica tanto en el derecho (…) sino, precisamente, en las condiciones capitalistas de producción” (2010, pg 622).

Así, las demandas por más democracia, u otras formas de democracia como la deliberativa de Habermas, se estrellan con el poder autocrático omnipresente y onmiabarcante del capital, como lo describe Métszáros en su “Más allá de El Capital” (1995). Para explicar tal relación, nada mejor que la reciente compra de Twitter por Elon Musk, con la astronómica suma de 44.000 millones de dólares, movimiento que lo capacitó para arribar a su recién adquirida empresa con un lavamanos, dando a entender que como nuevo mando de la compañía estaba facultado para higienizar a gusto, evacuando enseguida a 7.500 de sus trabajadores, decisiones en las que para nada contó que hubiesen sido ellos quienes construyeron y valorizaron la empresa. Pero más interesante resulta que Musk justificó sus decisiones como actos en defensa de la libertad de expresión, por tanto, de la democracia.

Fue Marx, quien hace siglo y medio mostró cómo detrás del letrero de las empresas capitalistas únicamente rige el poder autocrático del capital, de modo que allí la igualdad y los derechos del hombre son solamente una ilusión. Esta argumentación no se limita a la interioridad del proceso de producción directo, sino que se torna una característica inherente a la manera como circula el capital y como se reproduce toda la sociedad bajo su lógica de incesante acumulación. Por ello, el poder autocrático del capital trasciende las fronteras del taller y “contamina” todos los espacios de la sociedad, incluidos los intersticios más microscópicos y secretos que como seres humanos podamos tener o imaginar, vía que a su manera exploraron Foucault y Deleuze al describir las estructuras trascendentes del biopoder y del deseo.

Y si el límite de la democracia es el poder autocrático del capital, su reproducción en América Latina ha resultado reforzada por la férrea hegemonía de las elites terratenientes y capitalistas, sectores que “secretamente” atesoran el segregacionismo proveniente de la colonia española, muy a pesar de haber instaurado la forma de democracia republicana, desde inicios del siglo XIX. Aquí la democracia representativa tiene como condición fundamental que solamente rige entre los de arriba, mientras su cascarón formal permite ejercer el poder de la violencia directa contra los de abajo. La existencia de partidos, la posibilidad de disentir y opinar, el debate y proceso electoral, y por sobre todo el derecho a tener medios de producción y de vida se ha reservado, con sumo cuidado, para esa elite que, de tanto en tanto se pasa su bastón de mando, mientras las leyes aseguran el dominio, uso y control de los proletarios, campesinos, y demás sectores populares.

Fue así que los esperados avances en democracia social, que el capitalismo posibilitó en países del norte durante las primeras siete décadas del siglo XX, fueron más bien limitados en Latinoamérica, interrumpidos de tanto en tanto por fieras dictaduras militares promovidas desde Estados Unidos. Más tarde, los débiles cimientos de la democracia representativa sufrirían otro quebranto con las políticas neoliberales a partir de los noventa, de modo que los trabajadores y sectores populares fueron sometidos a intensos grados de explotación, tal que fueron forzados reencontrarse con las protestas populares y redescubrieron en ellas una fuerza capaz de tumbar gobiernos y perfilar programas de cambio social. No obstante, la falta de claridad programática en las alternativas y de organización clasista han generado una situación política, desde inicios de este siglo, caracterizada por un proceso pendular entre gobiernos de ultraderecha —del tipo Bolsonaro— y gobiernos liberales de izquierda[1] —del tipo Lula— que en la práctica se han limitado a administrar la crisis del capitalismo mediante tibias reformas. Por esta razón las causas de la crisis se mantienen o amplían.

Aquí, es importante resaltar que los limitados objetivos de cambio social, que consideran los gobiernos liberales de izquierda, resultan constreñidos por la reacción opositora conjunta del capital. Con ello, los capitalistas nacionales y extranjeros conforman un bloque conformado por los dueños y directivos de empresas capitalistas, donde juegan también un papel notable la industria de la comunicación y la cultura, los centros de investigación, las universidades privadas, los burócratas de las instituciones estatales, los terratenientes y los partidos políticos liberales de derecha y ultraderecha. Toda una fuerza organizada a partir de su identidad ideológica con la acumulación de capital, que les permite desplegar diversas estrategias para desacreditar, desgastar y sitiar a los gobiernos reformistas.

Una de esas estrategias ha sido utilizar el marco de libre movilidad de capitales creado por ellos mismos. Así, por ejemplo, ante propuestas orientadas a redistribuir una parte del valor agregado nacional mediante mayores impuestos a las ganancias —cuya fuente es la explotación de los trabajadores—, reaccionan sacando parte de los capitales más líquidos, forma de actuar usada con éxito contra la llamada república socialista de León Blum en la Francia de 1936. Por ese mecanismo devalúan las monedas nacionales y empujan fuertes procesos inflacionarios que terminan por desencajar las expectativas de rentabilidad hasta generar crisis capitalistas más graves.

Con ese proceder imponen hambre, desempleo e incertidumbre sobre las masas populares para “estimularlas” a votar por la vuelta de los gobiernos de ultraderecha. Sin embargo, con su regreso solamente mejoran las ganancias del capital y no se dan soluciones a los trabajadores y sectores populares, como ha pasado recientemente en Brasil, Argentina, Ecuador o Bolivia. Esto ayuda a explicar el proceso pendular que antes mencionamos, mediante el cual únicamente se prolongan las condiciones de sufrimiento, y con ello se alientan las contradicciones y la violencia.

[1] Ateniéndonos a la tradición liberal clásica, es decir burguesa, esta se divide entre: liberales radicales o liberales individualistas que son los defensores a ultranza del librecambismo y las formas culturales más conservadoras, y liberales republicanos, pro-estatales, que resaltan la primacía de lo público para que sea posible la libertad individual, existiendo diversidad de formas entre ellos, como sucede ahora con sus formulaciones neokeynesianas y neoinstitucionales, de las que el gobierno Biden es un buen prototipo. En tal sentido, a los primeros se les identifica como de derecha, y a los segundos como liberales de izquierda.
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