Trochando Sin Fronteras, octubre 20 de 2017
Por: Lauren Galeano
Se levantó temprano, como todos los días lo hacía para ir a trabajar al colegio, aunque esta vez con una intención diferente. Tomó aire y abrió los ojos. Pensó, algo nervioso, en lo que harían aquel día, pero estaba convencido de que era necesaria alguna acción directa para presionar al gobierno a ceder y llegar a algún acuerdo con Fecode, pues la situación no podía seguir igual. El gobierno más miserable es el que prefiere darle recursos a la guerra contra su propio pueblo antes que invertir en la educación. La lucha por la dignidad es ardua y conlleva peligros, él muy bien lo sabía y siempre había estado dispuesto a ello.
Se arregló, salió de su casa y esperó diez minutos a que pasara la repleta buseta que lo dejaría cerca del lugar donde pronto iniciaría la protesta magisterial.
De pie en el vehículo vislumbró a lo lejos las banderas ondeando y escuchó las familiares consignas, se bajó rápidamente y caminó hacia la avenida por donde iba la marcha.
-Quihubo compañero ¿qué más?
-Quihubo hermanito. Bien, sorprendido por la cantidad de gente.
-Sí, en la mañana llegaron aquí a Bogotá maestros de todo el país.
-Veo hartos chinos, eso está muy bien, ¿y los compas?
-Todos saliendo con sus colegios desde distintos puntos de encuentro.
Marcharon lenta y alegremente, esto último gracias a la “batukada revolucionaria” que había tomado un papel protagónico en esos días de paro, aquellos profes que la integraban parecían incansables, duraban horas caminando, cantando y tocando. Entonaban animadas consignas e incluso muy buenas canciones como “mal bicho” y “el matador” de Los Fabulosos Cadillac, alterando sus letras conforme a la situación. Iban acompañados de un carro que les proveía el sonido y de un grupo inmenso de personas saltando y cantando detrás de ellos.
-¿Quién es usted?
-Yo soy maestro
-¡No lo escuché!
-Yo soy maestro
-¡Una vez más!
-Yo soy maestro, soy. Yo quiero enseñar, para cambiar la sociedad, ¡Vamo’ a la lucha!
Ya por la Jiménez los profes iban cansados pero muy animados. Las personas del común en la calle y en los buses les hacían señas de ánimo y les escribían mensajes de apoyo. A pesar de que los medios de información estuvieran en su contra, la mayoría de la gente parecía apoyarlos.
Un par de cuadras antes de llegar a la plaza de Bolívar los dos compañeros se alejaron de la marcha y fueron a observar disimuladamente el lugar que por la noche se tomarían, trataron de contar las cámaras de vigilancia y la cantidad de policía. Ya sabían a qué hora era la misa y con qué padre, tocaba ahora esperar.
Eran como las tres de la tarde, los dos hombres bajaron a almorzar, todos los restaurantes o estaban llenos o ya no quedaba almuerzo, al final encontraron uno en un segundo piso y entraron. Ante la falta de mesas libres se sentaron junto a unos compañeros maestros que no conocían pero que obviamente también venían de la marcha.
Al cabo de unos minutos llegaron a almorzar con ellos una pareja de compañeros.
– ¿Todo listo para más tarde? -le preguntó uno de los hombres al que había llegado.
– Toca terminar de cuadrar unas cosas del comunicado. Nos vamos a reunir en media hora.
– ¿Dónde?
– Por aquí tengo la dirección – le dijo sacando del bolsillo del pantalón un papelito – ahora me voy con Sara a dejar las banderas en algún lugar.
Sara y su compañero salieron dejando solos nuevamente a los dos hombres, que terminaron de comer, pagaron la cuenta y caminaron hasta el lugar de la reunión.
Llegaron, saludaron a todo el grupo de personas que participarían de la actividad y terminaron de cuadrar los últimos detalles. Se asignaron las tareas entre todos, los que estarían adentro, los que se encargarían de la seguridad, los que repartirían los panfletos con el comunicado, los que se encargarían de los medios de comunicación y los que agitarían.
Ya eran las seis. ¡Manos a la obra! Todos salieron a encargarse de sus tareas. De los dos hombres uno entraría y el otro se quedaría afuera. Se separaron, uno cogió para misa, el otro para la esquina de “El Tiempo” donde estaban algunas compañeras, todas a la expectativa, con el frío calando en sus huesos mientras miraban la gran e histórica iglesia San Francisco.
De vez en cuando una de ellas, la más joven, miraba nerviosa la hora en el gran reloj del edificio. Veía pasar la gente y entre más noche se hacía, más recordaba y sentía el encanto nocturno del centro de la ciudad, que esta noche exhalaba rebeldía.
Faltaban quince para las siete, la misa estaba por concluir.
Adentro, color café. El padre terminaba de hablar cuando empezaron a salir algunas personas, en ese momento un hombre bajito y gordo se paró y se puso aquella prenda cargada de significado que era la bata. La bata, símbolo histórico de rebeldía, de subversión, de amor eficaz, de la lucha incansable por la educación y por ende, de la lucha por un mundo mejor. Ante esa señal cruzaron por el recinto miradas cómplices, dos profes se levantaron para hablar con los padres, dos se encargaban del celador, algunos otros de ir a proteger desde dentro las puertas y los demás de que saliera el resto de la gente.
En los siguientes minutos pasaron muchas cosas al mismo tiempo y rápidamente. La reacción de los que oficiaban la misa fue tranquila. Los profes de las puertas se encontraban a la espera, sus corazones latiendo rápidamente y sus mentes pensando en una posible respuesta violenta que pudiera tener la fuerza pública en su contra, no sería extraño en un país como Colombia que tiene escritas en las páginas de su historia acciones absurdamente violentas contra los que transforman realidades. La mujer y el hombre encargados del celador estaban teniendo problemas, pues el que estaba de turno era un hombre muy grande y fuerte que al ver lo que sucedía reaccionó de forma muy agresiva, se puso nervioso, empezó a respirar agitadamente, su cara se fue pigmentado de carmesí y sus pupilas se dilataron al compás de su excitación. Con una fuerza extraordinaria empujó a la mujer contra el suelo. Mientras tanto, los encargados de que saliera la gente ya habían cerrado la puerta, pero habían quedado tres despistadas personas adentro. Un señor, al verse encerrado, se alteró y empezó a gritar que lo tenían secuestrado, en menos de un minuto abrieron la puerta para que salieran, pero el señor se quedó alegando y nada que se iba, era una irónica situación.
Afuera, color azul. Es en ese momento cuando llegan a la puerta al mismo tiempo la policía y los compañeros, estos últimos intervienen en la ridícula situación diciéndole al hombre que salga, este accede y por fin se cierra la puerta.
Un profe moreno, de unos cuarenta años, con un arete y una gruesa voz dice: «Nos informan que unos compañeros maestros acaban de tomarse la iglesia para hacer una vigilia por la educación pública, especialmente al ver que no se ha llegado a ningún acuerdo en todo el tiempo que llevamos de paro. Es importante aclarar que es un acto pacífico”.
Cuando los policías oyeron esto se dirigieron rápidamente en fila hacia las otras puertas, detrás de ellos algunos profes y personas que los acompañaban también se desplazaron para, en la medida de lo posible, proteger desde fuera las posibles entradas. Se pararon frente a ellas tapándolas con banderas y con sus cuerpos insurgentes.
Al lado de la puerta que da a un callejón al norte de la iglesia aparece el celador con esa misma actitud arrebatada y violenta, pareciera con intenciones de golpear a todo el mundo, pide que lo dejen entrar a la iglesia y se queja de que por culpa de esos vándalos perderá su trabajo. Una mujer como de metro setenta de alto, con la piel morena y los ojos café clarito le dice tranquilamente que no se preocupe, que no lo van a echar. Él mira a los policías, sus manos vueltas en puños, evaluando las consecuencias de agredir a la mujer, finalmente resopla y se va.
El estrecho callejón tan oscuro de un momento a otro se empieza a llenar de gente que lo ilumina cantando consignas de apoyo. No mucho tiempo después llegan personas elegantes acompañadas de hombres con chalecos que cargaban grandes y pesadas cámaras y hasta focos de luz. Los periodistas entrevistan a profesores mientras al otro lado del callejón rápidamente se pinta una inmensa pancarta que dice: VIGILIA PERMANENTE POR LA EDUCACIÓN PÚBLICA.
Adentro, color gris. El ambiente estaba más tranquilo desde que el padre aceptó el acto y aseguró que no quería violencia. Es decir: no permitiría que entrara la policía. Aunque esto era bueno para ellos no podía tomarse como una señal de apoyo, pues después los curas encerrados en la sacristía les apagaron las luces y dejaron a los profes sin corriente eléctrica, fue más bien una actitud pasivo-agresiva.
La madrugada se presentaba ante ellos inclemente con el frío, el cansancio ahora les recorría el cuerpo, sus músculos reposaban en las largas sillas de la iglesia, algunos lograron conciliar el sueño, otros se mantenían vigilantes. Los estómagos gruñían recordándoles que no habían cenado nada, algunos sacaron de maletas y bolsillos paqueticos de comida que al abrirlos hacían un ruido descomunal. Compartieron entre sí, aunque de todas formas más tarde les llegaría comida desde afuera gracias a la solidaridad de los compañeros. Los que aún tenían batería en sus celulares enviaron comunicados a través de notas de voz acerca de su estado.
Afuera, color azul clarito. La gente hablaba entre sí, el ánimo estaba arriba, incluso de vez en cuando se escuchaban las consignas y la música con la que calentaban los corazones.
Cámara y celulares en la mano de los comunicadores populares, replicaba la información que se compartía desde dentro y compartían lo que se estaba viviendo allí.
«¿Por qué tomarse una iglesia? ¿Qué tiene que ver eso con la educación? ¡Estado y educación laica!» Se cuestionaba ya en redes sociales.
Adentro, color rojo. Se decían palabras y oraciones, se recitaban artículos de la Biblia relacionados con la lucha que los tenía allí. La vigilia tenía un tenue olor, ya no muy recordado, a teología de la liberación. En un país tan religioso como Colombia, la iglesia posee un poder cultural muy fuerte y este debería estar al servicio de los intereses del pueblo.
Afuera, color blanco. La gente fue llegando de nuevo.
Adentro, color verde. Fueron llegando senadores, un hijo de un pajarito verde y amarillo, Cepeda, y un hijo de la tierra color naranja, Castilla. Llegaron también representantes de la iglesia, el gobierno y el sindicato. Llegaron a un acuerdo, firmaron un documento y fin de aquella vigilia.
Los maestros regresaron a sus hogares, cansados, pero con el corazón contento, con la valentía a flor de piel y con la esperanza ardiendo.