El anuncio del nuevo impuesto a la seguridad en Santander, que será incluido en los recibos de energía eléctrica a partir de septiembre, ha desatado un rechazo contundente por parte de organizaciones sociales y defensoras de derechos humanos. Detrás de esta medida, impulsada por el gobernador Juvenal Díaz Mateus, exgeneral vinculado a ejecuciones extrajudiciales y escándalos de corrupción, se esconde una estrategia acorde a la doctrina militar colombiana: consolidar un modelo de seguridad que, lejos de proteger a la población, fortalece el control militarizado, beneficia a estructuras paramilitares y profundiza la economía de la guerra en la región.
Bajo el argumento de «modernizar» la fuerza pública con cámaras de vigilancia y tecnología, el gobierno departamental busca transferir a la ciudadanía el costo de una política represiva que históricamente ha servido para proteger intereses de élites y actores armados. Es indignante que, en un país donde el presupuesto de defensa supera los 61 billones de pesos anuales, suficiente para gastar 122 millones por cada policía o militar, se imponga un tributo adicional a trabajadores, pequeños comerciantes y familias ya asfixiadas por la crisis económica. Este impuesto no solo es regresivo; es un mecanismo de financiación indirecta de la maquinaria bélica que sostiene el statu quo en Santander.
Rechazamos las políticas de militarización en Santander y el impuesto de seguridad como acciones directas de perfilamiento y control social. pic.twitter.com/OTUVhjKSNa
— CentrOriente (@centroriente_) May 1, 2025
Lo grave no es solo el robo descarado a los bolsillos de la gente, sino el destino real de esos recursos. Mientras el gobernador Díaz habla de «combatir el delito», su gestión ha coincidido con la expansión del Clan del Golfo y otras estructuras paramilitares en el Magdalena Medio, así como con el recrudecimiento del control mafioso sobre economías locales, el microtráfico y los territorios. Las fuerzas militares, lejos de enfrentar a estos grupos, han sido señaladas una y otra vez por complicidad, ya sea por omisión o por acción directa. ¿Cómo creer que este impuesto servirá para la «seguridad ciudadana» cuando quienes lo promueven están salpicados por masacres, encubrimientos y alianzas con el paramilitarismo?
Peor aún: la retórica oficial deja claro que esta «inversión en tecnología» no apunta a desmantelar redes criminales, sino a vigilar y reprimir la protesta social. El mismo gobierno admite que los fondos se usarán para monitorear estadios, movilizaciones y reuniones, es decir, para criminalizar a jóvenes, sindicalistas y líderes sociales bajo el pretexto de la «prevención». Se trata de un salto cualitativo en la militarización de la vida cotidiana, donde la seguridad se reduce a un negocio que convierte a la población en financista de su propia opresión.
El historial del gobernador Díaz Mateus revela el verdadero carácter de esta medida. Acusado de encubrir ejecuciones extrajudiciales durante su carrera militar y vinculado a escándalos de corrupción, hoy pretende lavar su imagen imponiendo un tributo que perpetúa la lógica de guerra. No es casualidad que el impuesto coincida con la ofensiva paramilitar en Santander: ambos son eslabones de una misma cadena. Mientras las comunidades padecen pobreza y despojo, el Estado desvía recursos públicos y ahora privados, vía impuestos, hacia aparatos represivos que protegen a terratenientes, empresarios y narcos.
Este impuesto es, en esencia, un instrumento de la economía de la guerra. En lugar de invertir en educación, salud o empleo digno, se prioriza el gasto en armamento, inteligencia y vigilancia, alimentando un círculo vicioso donde la violencia se vuelve rentable para unos pocos. Las organizaciones sociales tienen razón al denunciar que, detrás del discurso de «seguridad», se esconde un proyecto autoritario que consolida el poder de las mismas élites que han sumido a Colombia en décadas de conflicto. Exigir su derogación no es solo una lucha contra un tributo injusto; es un acto de resistencia contra un sistema que monetiza el sufrimiento popular para sostener su dominio.
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