Trochando Sin Fronteras – Septiembre 15 de 2020
Por: Edwin Doria – Colaborador Trochando Sin Fronteras
Hay sentimientos encontrados al recordar de mi niñez. Lo más emocionante de niña, era jugar entre matorrales al escondite, subir a los arbustos a bajar frutos del campo, susar a los animales para que corrieran tras nosotras, zambullirnos en el río grande durante horas hasta salir sungas o correr junto a mis hermanitas tras el misterioso helicóptero que interrumpía abruptamente el canto natural de las mañanas en el campo, y luego desaparecía sin dejar huellas en el firmamento.
El otro sentimiento, embarga mi niñez. La tarde que encontraron en la hacienda, la desfigurada imagen sin vida de papá, teñida de sangre y tirado boca arriba en un lodazal con nueve tiros repartidos entre cuerpo y cabeza. Nunca se supo quién lo asesinó. Nadie llegó a investigar a la hacienda donde laboraba junto con mi madre. Simplemente lo metieron en un rústico cajón de palo y no los entregaron para darle sepultura.
El juego es el único patrimonio atesorado que escondo a través de los tiempos en la memoria encantada de sueños con mis hermanitas. También atesoro los cuentos sobre aparatos y espantos narrados por papá al volver de la jornada de trabajo, monte adentro, al servicio del patrón, dueño de la hacienda.
Un día, mientras jugábamos, escuchamos el ruido del aletear del misterioso helicóptero, no estamos seguras si era el mismo de las otras veces u otros que cumplían la misma misión. Solo, lo apreciábamos parcialmente, a través de pequeñas claraboyas que la espesura del bosque nos permitía ver. Mientras corríamos tras él para atraparlo, sabía que teníamos un límite para no trasgredir la línea roja que separa la espesura del bosque y el río grande, y la advertencia de mamá, no visitar el río sin su compañía. Eso ocurría una vez por semana cuando acompañábamos a mamá a lavar la ropa sobre grandes piedras, que nadie sabe quién las colocó en ese lugar exacto.
Destacada del autor: La satanización de la izquierda
Esa mañana desobedeciendo la advertencia de mamá trasgredimos la línea roja para atrapar al ruidoso aparato, no el de los cuentos de papá, sino el helicóptero suspendido justamente sobre el caudal del río grande. En ese momento, escondidas entre arbustos, lo vimos en todo su esplendor. Era más grande de lo que imaginábamos. Tenía insignias del ejército e iba tripulado por hombres uniformados, que desde cierta altura se asomaban para iniciar la faena que les relataré.
Mi padre era un hombre de pocas palabras, pero cuando hablaba decía con sabiduría lo que pensaba. Una noche, días antes de ser asesinado, acostado en la hamaca grande junto a mi madre, conversaban de sueños posibles. Acordaron retirarse del trabajo en la hacienda para dedicarse a trabajar en el pedazo de tierra que entre ambos habían cosechado hacía varios años. A la mañana siguiente, papá conversó con el patrón y le manifestó la intención de terminar el trabajo de ambos en la hacienda y el deseo de iniciar un nuevo proyecto agrario en familia. Por lo que solicitó la paga por los veinte años de servicio acumulado.
El patrón lamentó, por un lado, la perdida de un buen trabajador, pero, por otro, aplaudió la decisión de ambos, se mostró de acuerdo, emprendieran un proyecto familiar. Punto seguido, lo citó al siguiente día para entregarle el dinero de la liquidación.
Así fue, cómo los uniformados iniciaron la faena, lanzando al río grande, desde las alturas, cuerpos sin vida de hombres y mujeres que jamás distinguimos su apariencia física y mucho menos su procedencia o motivo por el cual eran arrojados a las profundidades de las aguas. Luego sacudieron las manos como si nada ocurriera en este mundo y se marcharon a lugar desconocido.
Permanecimos atónitas sin decir palabras hasta el atardecer cuando mamá nos encontró a las tres hermanas enrolladas como culebras. Justo en ese momento, comprendimos el porqué mamá, no quería que trasgrediéramos la línea roja.
Creo que así permanecimos, hasta el día de la muerte de papá. Esa mañana papá llegó a la casa grande de la hacienda para recibir la paga. Pero, el patrón le asignó una última tarea antes que partiéramos de la hacienda, limpiar un cayó de monte, más allá de los cultivos y donde pastaba el ganado.
Así lo hizo papá. Al medio día, desde la cocina donde mamá preparaba los alimentos para una de las cuadrillas de cincuenta hombres de la hacienda, vimos ir y regresar a caballo en dirección al sitio donde se encontraba papá, a cinco hombres armados, de los más de treinta, que permanecían a la afuera de la casa grande custodiando al patrón.
En horas de la tarde, en vista que papá no regresaba, acompañamos a mamá hasta el sitio donde el patrón indicó, debía estar trabajando. Ahí encontramos su cuerpo sin vida.
Unos hombres lo recogieron y nos lo entregaron como anoté anteriormente. El patrón lamentó mucho su muerte y resumió el asunto como un robo para quitarle la paga. A lo mejor resistió. y por eso lo asesinaron. Esa fue su declaración ante dos policías del pueblo que visitaron la hacienda. Nosotras no tuvimos más remedio que cargar nuestro muerto y marcharnos de la hacienda como Dios nos trajo al mundo, sin nada.
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