Trochando Sin Fronteras – junio 24 de 2020
Por: Edwin Doria – Colaborador TSF
Antes de celebrar la primera comunión, solía acompañar a mi abuela a misa; de paso visitaba, no al santo de mi devoción, sino al santo que coincide con la fecha de mi nacimiento. La abuela como buena cristiana, enseñabame religiosamente a arrodillarme ante el altar del monumento de yeso, encender una esperma y rezar; por último, a introducir en el cepo de madera, la moneda que ella me pasaba.
Ese ejercicio religioso lo practiqué varios años en domingo. Es más, en la escuela donde cursaba el kínder, los sábados por la mañana, el director junto su compañera, nos llevaban en fila india y a pie hasta la iglesia. Desfilábamos en uniforme de gala, pantalón negro corto, camisa manga larga blanca, corbatín negro o azul turquí, y zapatos negros bien ilustrados.
Llegábamos a la iglesia como dios manda, pulcros. Se repetía la misma historia, luego de escuchar la resonancia del eco que producía la voz cantada del cura oficiando la misa, que no entendía y mucho menos comprendía, los directores siempre atentos, señalaban el momento de colocamos de pies o rodillas y cuando volver a sentarse. También indicaban cuando dirigirse al santo para dejar la ofrenda.
Una de las cosas que más me gustaba de asistir a misa, así fuera de manera obligatoria, era la salida de la iglesia, dónde vendedores de paletas parqueaban sus carritos y sonaban las campanillas para atraer la menuda clientela. Esa era la costumbre.
Un día, en casa, solo dieron la cuota para la ofrenda al santo. Desde ese día comencé a burlar la sagrada costumbre. Luego de terminada la misa, realizaba todos los pasos del ritual, excepto introducir la moneda en el cepo. A partir de ahí, todos los sábados y domingos gastaba las monedas en paletas, incluyendo la del santo de yeso.
En otro momento, cuando cursaba quinto de primaria, en la escuela nos embarcaron en el sagrado deber de realizar la primera comunión. Antes, había que confesarse ante el sacerdote sin rostro oculto en una casita de madera denominada confesionario, instalada en cualquier lugar dentro de la iglesia. Uno se arrodillaba por uno de los costados y se comunicaba con el cura, sentado dentro del confesionario; él, a través de una ventanilla enrejada en celosía, podía ver el rostro pecador sin ser visto.
La noche anterior a la confesión, no pude dormir pensando en los pecados a confesar. Hice un recuento de mi corta vida y encontré varios pecadillos, como desviarme del camino a la escuela y pasar una tarde viendo entrar los barcos por Bocas de Ceniza, con dos compañeritos de aventura, cada uno con una cajetilla de cigarrillos de contrabando que debíamos consumir durante la tarde. Confesarle la osadía de engancharnos a escondidas en la parte trasera de un bus para llegar hasta el sector de palo quemado a bañarnos en un jaguey y hacer pininos con la pollina reservada para los niños en desarrollo.
También podría relatarle, como robaba los guineos del gajo colgado en la puerta de la tienda del señor Jesús. O las veces que escondido debajo la cama con las vecinitas, hacíamos cositas, jugando a papá y mamá.
He confesado en este instante, algunos picadillos de mis primeros once años de vida, que no pude confesar al cura sin rostro, el día de mi primera confesión. Esa mañana, fui el último del curso en pasar al confesionario.
Sinceramente no había escogido el único pecado que decidí confesar, hasta arrodillarme ante el confesor. Miré el Cristo de yeso clavado en la cruz que sus ojos tristes, justamente, miraban hacia mí, cómo implorando, dijera la verdad.
Hasta escuchar una voz que me sacó del trance
-Aja chaval cuando vais a empezar-
Entonces, hablé con voz de niño bueno y confesé.
– Una vez , no eché moneda al santo, la gasté comprando paletas-
La sinceridad de mi expresión dramática, le produjo mucha gracia y me puso como penitencia rezar nueve padre nuestro y nueve ave Marías, además de prometerle a Dios y al santo no volver hacerlo. Les confieso que cumplí con la manda del padre y el ave, pero las monedas terminaron en San paletas a la salida de la iglesia que hacia mofas con la campanilla.
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Cómo fui el último en confesarme, tuve la curiosidad de descubrir al dueño de la voz española escondido dentro de la casita de madera. Un momento después, salió un robusto hombre mayor, de enorme figura pesada, vestido con una sotana encogida y amarillenta por el tiempo, dejando ver sus zapatones negro y medias. Sin mirar a ninguna parte, salió por la puerta lateral de la iglesia hacia el patio, donde al fondo se encontraba la casa cural.
Así fue mi primera y última confesión; luego, vino la ceremonia de primera comunión, probé la hostia, la conserve en el paladar y cuando salí, la saqué para revisarla y saber de qué estaba hecha. Supe que no era el cuerpo de Cristo, como trató de convencernos la maestra y el sacerdote.
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